Desde el castillo de Santa Bárbara, en lo alto del monte Benacantil, las vistas son magníficas. El Mediterráneo se muestra, esplendoroso, dibujando la hermosa costa alicantina. Una gaviota planea, meciéndose suavemente en el aire, para llegar a posarse con calculada precisión en una de las almenas del torreón.
A su lado, el general John Richards y el ingeniero militar sir Richard Siburch, brindan por la reina Ana, por Inglaterra y por el archiduque Carlos. Pero sobre todo brindan deseando que las amenazas de D’Asfeld, que está al mando de las tropas borbónicas, no se hagan realidad.
– ¿Se puede usted creer, amigo Siburch, que ese condenado francés me invitó a que descendiese yo mismo a la mina que han excavado para que viese con mis propios ojos la cantidad de explosivos que han introducido en ella?
– Por supuesto, os habréis negado…
– ¡Por supuesto! No necesito ver nada, es evidente que no es más que una amenaza para tratar de atemorizarnos, pues de ser cierta, pondrían en peligro tanto este castillo como a la población alicantina. Además, ¡es una mina! ¿Acaso espera que me ensucie mi uniforme entrando en una mina?
Ambos ríen ante semejante ocurrencia. Pero es una risa forzada, pues el nerviosismo de ambos es inevitable. La realidad es que sí se han tomado muy en serio la amenaza del francés: sus hombres han excavado una contramina para contrarrestar los daños de la supuesta explosión, esperando que ésta, de producirse, no cause graves daños en al estructura del castillo.
Así que su objetivo es que se les vea disfrutar de una copa de vino en un ambiente distendido, tanto por sus tropas como por las borbónicas, en lo alto del torreón. Mostrando valor y desprecio ante las amenazas de sus enemigos. Haciendo gala de la característica flema británica.
En esa hermosa mañana, casi primaveral. Con un maravilloso paisaje de fondo, que sólo transmite paz y tranquilidad.
¡¡¡¡BOOOOOMMMMM!!!!
La leyenda del castillo de Santa Bárbara
Existe una curiosa historia ligada al castillo de Santa Bárbara. Se dice, se comenta, que en tiempos del dominio musulmán vivía en el castillo un califa árabe, de gran poder y buen juicio, muy querido por su pueblo.
Tenía el califa una hermosa hija, de nombre Cántara. Inevitablemente, en cuanto ésta cumplió su mayoría de edad hicieron cola a su puerta innumerables pretendientes, atraídos tanto por su legendaria belleza como por la también legendaria riqueza de su padre.
De entre todos los pretendientes, hubo dos que tenían más papeletas que el resto. El primero era Almanzor, un militar llegado de Córdoba (probablemente nada que ver con el famoso Almanzor, del que ya hablaremos en otro momento). El segundo era Alí, no tan belicoso como el anterior, pero sí apuesto y de gran corazón.
Cántara no sabía con cuál quedarse, de forma que el califa, para deshacer el empate, les propuso una prueba: ambos debían realizar una proeza impresionante. Aquél que realizase la proeza mayor se quedaría con la chica (y con la dote).
Almanzor decidió marchar a la India para abrir una ruta de comercio por la que traería diversos tesoros. Pero Alí, muy cuco él, se propuso abrir un canal que trajese agua… como proeza era menos impresionante, pero eso le permitiría estar cerca de Cántara mientras Almanzor se iba bien lejos.
El roce hace el cariño, la treta funcionó. Y Alí conquistó el corazón de Cántara.
Pero Almanzor volvió cargado de riquezas. El califa, impresionado, y fiel a su palabra, no tuvo más remedio que proclamar a Almanzor como campeón de la prueba, decretando el matrimonio entre él y su hija.
Alí no pudo soportar la noticia. Abrumado por la pena, decidió acabar con su vida para que así también terminase su sufrimiento. Fue a un precipicio y se lanzó, y dice la leyenda que la tierra se abrió para acogerle y que, en ese lugar, empezó a brotar agua de forma prodigiosa. Ese lugar es el actual pantano de Tibi.
Cuando Cántara supo de la muerte de Alí tampoco pudo soportar el sufrimiento, y decidió seguirle en su destino. Así que fue a la sierra de San Julián y también se lanzó al vacío, conociéndose desde entonces aquel lugar como el Salto de la Reina Mora.
El drama no había acabado aún, pues el califa había perdido lo que más quería de la forma más trágica. Consumido por la pena, murió igualmente poco tiempo después. Y dice la leyenda que, en ese momento, la montaña de Benacantil sobre la que descansa el castillo, asumió también de forma prodigiosa la forma del perfil de su cara.
Los ciudadanos, que como dije amaban al califa, se sintieron conmovidos por la historia, y decidieron unir el nombre de los dos enamorados (Alí y Cántara) para dar nombre a su población, Alicante.
Una bonita aunque triste leyenda, que invita a turistas varios a visitar el castillo a día de hoy…
El castillo de Santa Bárbara en la Guerra de Sucesión
Varios siglos después de la supuesta leyenda, el escenario es el mismo, pero las circunstancias son muy distintas. Menos poéticas y mucho más terribles.
Nos encontramos en verano del 1706, en plena Guerra de Sucesión Española, que es al mismo tiempo una guerra civil en España y una lucha entre las potencias europeas, que intentan hincar el diente en las posesiones del Imperio Español, ya en claro declive, con la excusa de apoyar los supuestos derechos sucesorios de Felipe, el duque de Anjou, de la casa de Borbón, y del Archiduque Carlos, de los Habsburgo.
Un año antes, en 1705, el Principado de Cataluña y el Reino de Valencia se declaran afines a la causa de Carlos, previa negociación con la reina Ana de Inglaterra, y como consecuencia de la animadversión de los catalanes contra los franceses, que 50 años antes, en la firma de la Paz de los Pirineos, se habían anexionado el Rosellón, así como por el hecho de que los Borbones tendían hacia el centralismo, lo que iba en contra de sus intereses constitucionales.
Tras el sitio y toma de Barcelona, tan sólo Alicante y Rosas (en Cataluña) permanecen fieles a la causa borbónica.
El 15 de junio aparece en las costas alicantinas una escuadra anglo-holandesa formada por 109 barcos. Tras un infructuoso parlamento solicitando la rendición de las tropas defensoras de la ciudad, a cuyo mando está el conde Mahoní, mariscal francés, empieza el bombardeo de los ingleses.
Pese a una heroica resistencia en la que el pueblo también aporta lo suyo, Mahoní se ve forzado a retirarse al castillo de Santa Bárbara. Ingleses y holandeses disfrutan entonces del saqueo de la ciudad, y durante un mes se dedican a cometer diversas tropelías con total desenfreno (nada nuevo bajo el sol).
Mahoní organiza a los supervivientes, unos 2000, como puede. Entre ellos hay españoles y franceses en su mayoría, pero también irlandeses e italianos. Sin embargo, poco puede hacer: no se esperan refuerzos, pues el bando del Archiduque está ganando la guerra, y aunque las defensas del castillo son resistentes, es cuestión de tiempo que los ingleses acaben con ellos.
Un mes después, el 6 de septiembre, Mahoní se rinde y sale del castillo con todos los honores. Pero antes de abandonar Alicante, jura venganza.
Dos años después, se invierten las tornas
En abril de 1707, en la batalla de Almansa, las tropas borbónicas derrotan a las del Archiduque. Una batalla decisiva, pues permite la toma de Valencia, Alcoy, Denia y Zaragoza. Poco después también retoman Játiva, Lérida y Tortosa. En fin, poco a poco van recuperando todo el litoral mediterráneo.
A finales de noviembre de 1708, llegan a Alicante las tropas de Felipe V, con el caballero D’Asfeld al mando, resueltas a recuperar la ciudad de manos de los ingleses. Los ingleses estiman que no va a poder defender la plaza, así que pacta una rendición y, al día siguiente, salen de Alicante tres regimientos. No habrá derramamiento de sangre en esta ocasión.
Sin embargo, el general Richards y el ingeniero militar Siburch, que han estado reforzando el castillo en estos dos años, se retiran al mismo junto con el resto de la guarnición, dispuestos a defenderlo. La rendición de la ciudad de Alicante no incluye la del castillo.
La situación de los ingleses acuartelados en el castillo de Santa Bárbara es muy distinta de la que habían padecido Mahoní y sus hombres dos años atrás. Éstos están mejor pertrechados, son más numerosos, y aunque el bando borbónico recupera terreno en la costa mediterránea, la guerra es claramente favorable a los ingleses, así que es perfectamente posible que puedan llegar refuerzos.
Los sitiadores se convierten así en sitiados. D’Asfeld intenta encontrar una forma de superar las defensas, pero éstas son formidables. Durante varios meses, sus esfuerzos son inútiles.
La mina explosiva
Finalmente encuentra una solución. Muy drástica, pero las circunstancias son las que son.
Decide abrir una enorme mina bajo las murallas y torreones en la cara sur del castillo, y llenarla de explosivos. Así, pese a los esfuerzos de los defensores, que intentan dificultar las obras, excava un túnel de unos 20 metros de largo, que se divide luego en varias galerías.
El 14 de febrero de 1709, terminada la obra, rellena el túnel con explosivos. 1500 quintales, unas 10 toneladas. Ahí es nada.
D’Asfeld lanza entonces un ultimátum a los ingleses: tienen 24 horas para capitular, o encenderá la mecha. Incluso invita al general Richards a que baje y vea por sí mismo que no se trata de ningún farol.
A saber qué piensan entonces los ingleses. Puede que Siburch, el ingeniero militar, confíe en que ni con todos los explosivos del mundo podrían dañar lo suficiente la montaña. O puede que confíen en la contramina que están construyendo para minimizar los efectos de la explosión. El caso es que se niegan a rendirse.
D’Asfeld da la orden, y le encarga al ayudante de la plaza, don Miguel Morelló, que la líe pardísima. Es fácil imaginar a este tipo, con una gota de sudor en la frente, mirando hacia la montaña y al castillo, con el extremo de la mecha en una mano y una cerilla encendida en la otra.
– A tomar por…
Lluvia de rocas
La primera traca valenciana de la historia (en realidad no, pero de eso hablaré enseguida) tiene como consecuencia una catástrofe monumental. Rocas gigantes salen volando y caen aplastando varias casas de los barrios limítrofes, causando también bajas entre la población.
En el castillo, como consecuencia de la explosión, todas las fortificaciones de la cara sur se desploman, arrastrando a 150 de los defensores, entre los que se encuentran Richards y Siburch.
Pero lo más increíble es que los defensores aún no se rinden. Las cosas como son: los ingleses demuestran cuajo, y siguen resistiendo durante algunos meses más, hasta que el 20 de abril, unos 600 hombres pactan una rendición y abandonan el castillo en ruinas.
Consecuencias de la toma del castillo de Santa Bárbara
El castillo era el último reducto de las tropas del Archiduque en Valencia, de forma que con su toma, las tropas borbónicas terminaban de reconquistar la región. Aún quedarían años de conflicto y muchas cosas tenían que ocurrir en esta terrible guerra de la que, aún hoy en día, encontramos eco en determinados conflictos políticos.
La guerra, por cierto, la ganarían los ingleses, pues consiguieron el objetivo que perseguían: debilitar al Imperio Español, que ya nunca volvería a ser lo que fue, dividir sus posesiones europeas entre varias potencias, y sobre todo establecer unas bases navales en el Mediterráneo, haciéndose con Menorca y Gibraltar.
Felipe V, como castigo por posicionarse a favor de la causa del Archiduque Carlos, decretó la abolición de los fueros de Valencia y Aragón. También ordenó desmantelar la fábrica de armamento de la ciudad de Valencia, lo que dio pie a…
El origen de la traca valenciana
Decía antes que la explosión del castillo de Santa Bárbara podría haber sido un digno origen de la traca valenciana. No lo fue, pero no tenemos que irnos muy lejos en el espacio ni en el tiempo para conocer el verdadero origen.
Precisamente ocurrió durante el desmantelamiento de la armería. Mientras la maquinaria gruesa era trasladada a Toledo, en Valencia se procedió a la quema de las culebrinas del arsenal. El fuego destruyó la madera y los cañones de los fusiles fueron comprados por los herreros valencianos para hacer herraduras.
Sin embargo, en la zona de Burjassot, de donde procedían la mayor parte de los operarios del Parque de la Ciudadela, el hierro nunca fue fundido. Los cañones de las culebrinas, que los lugareños llamaban trancas (de donde viene el nombre de tracas), fueron utilizados para disparar pólvora, según un antiguo rito del fuego. Los clavaban en el suelo y los hacían detonar.
Así que podría decirse que en 1714, y a consecuencia de la Guerra de Sucesión y las medidas tomadas por Felipe V, fue inventada la traca valenciana. Aunque no será hasta el siglo XX que se empiece a usar como hoy en día.
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