Año 1836. Es Nochebuena, pero en Bilbao no están para fiestas. Llevan dos meses aguantando el asedio de las tropas carlistas. Las tropas cristinas no parecen ser capaces de levantar el cerco. La situación es desesperada… para todos.
La lluvia, la nieve y el frío conforman un marco atroz para la masacre. Está a punto de ocurrir el tremendo desenlace que va a marcar la historia de España hasta nuestros días.
La primera Guerra Carlista
Debo reconocer que me cuesta bastante hablar de esta guerra absurda (como todas, pero ésta más), que supuso el último clavo en el ataúd de España. Porque se puede llamar como se quiera, y se puede decir que fue un conflicto entre isabelinos (o cristinos) y carlistas, o entre liberales y carlistas, pero la realidad es que se trató de una guerra civil, y eso siempre es terrible.
Y dentro de lo terrible, ésta lo fue especialmente.
A mitad del s. XIX a España ya le han dado por todos lados, lejos queda ya el Imperio en el que no se ponía el sol (aunque todavía queda mucho que perder). Los ingleses han ganado su largo enfrentamiento con nosotros, qué duda cabe, y aunque se lo hemos hecho pagar interviniendo de forma decisiva en la guerra de independencia norteamericana (como conté aquí), son dueños y señores de los mares después de Trafalgar, y su oscura mano anda detrás de otros acontecimientos, como la separación (no independencia, no confundamos) de algunas de las provincias españolas de Ultramar.
Y los franceses también nos han dado lo nuestro. Napoleón destrozó buena parte de Europa, y no se olvidó de la Península Ibérica. De Napoleón y su primera casi-derrota, por cierto, hablamos aquí. Aunque el pueblo resistió con más valor que fuerza (como en el nefasto 2 de mayo o la batalla de Bailén, de la que me prometo a mí mismo hablar en breve, o la heroica defensa de Zaragoza, de la que también debo hablar algún día), la realidad es que el coste fue excesivo.
Como excesiva fue después la represión cuando volvieron los franceses poco después, los Cien Mil Hijos de San Luis, en defensa del absolutismo del «felón» Fernando VII, el peor rey de España. La Guerra Carlista, de hecho, no es más que fruto de su herencia, tras su última ocurrencia sucesoria.
Sea como fuere, en este país somos así de brutos. Y cuando parece que no podemos caer más bajo, en vez de unirnos y levantarnos y volver a ser… algo, decidimos liarnos a tortas entre nosotros. Porque nos pueden dar por todos lados, pero si hay que caer para no volver a levantarse, al menos que sea por nuestra propia mano, claro que sí. Y así hasta hoy.
En fin, que me pongo nostálgico. El caso es que nos encontramos en mitad de la Guerra Carlista, llevamos 3 años de locura y aún nos quedan otros tantos. Y como decía antes, las tropas carlistas tienen a Bilbao contra las cuerdas. Para ellos es un objetivo prioritario, pues la necesitan para obtener más fondos y, de conseguirlo, tendrán una oportunidad de ganar la guerra.
Espartero ha llegado con sus tropas, pero llevan días intentando romper el cerco de los carlistas en vano. No es sólo la férrea disposición de sus enemigos, también lucha contra las inclemencias temporales, que por ejemplo destrozan un puente de barcas necesario para cruzar el río, así como contra el desánimo general. Está a punto de perder la plaza, y si eso ocurre podría perder la guerra.
La batalla de Luchana
Finalmente se ha podido cruzar el río gracias al apoyo de los ingleses (¡qué cosas!). Es 24 de diciembre, mañana será Navidad, y Espartero decide ir al turrón. O mejor, decide que lo hagan sus hombres, porque él amanece enfermo. Así que toma el mando el general Oráa.
La clave es el puente de Luchana, allá que van los cristinos. Comienza el bombardeo contra los carlistas, que se refugian como pueden tanto de las balas como de la lluvia, porque hace un tiempo de mil demonios. Por la tarde, aprovechando una intensa granizada y que no se ve casi nada, ocho compañías cruzan el río en barcas sin que los carlistas puedan hacer nada, y pese a una denodada defensa, éstos se ven obligados a retirarse.
Pero la batalla está lejos de finalizar, pues los carlistas todavía están bien parapetados en sus fortificaciones, monte arriba. Los cristinos calan bayonetas y se lanzan al ataque, amparados en su número y en que el terrible temporal hace fallar las balas carlistas. El ataque es feroz, pero la defensa no cede. Ambos ejércitos son llevados al límite, de sus fuerzas y de su moral. El frío y la nieve tampoco ayudan. Es un duelo de voluntades que ambos van a perder.
Es el momento de dar un golpe de efecto. Espartero, al llegarle las últimas noticias, se sobrepone como puede a su enfermedad y monta en su caballo, presentándose en la zona. Cuando llega es recibido con vítores, pero no está el horno para bollos: resulta que uno de sus generales, Iribarren, acaba de lanzar un nuevo ataque. A Espartero le parece demasiado precipitado, habría sido mucho mejor esperar al día siguiente: con el puente tomado y las tropas algo más descansadas, y tal vez con algo mejor tiempo. Teme que sus hombres se estrellen de nuevo contra el muro carlista y el golpe sea demoledor.
Ya ha caído la noche. Años después sonarán villancicos, pero hoy sólo suenan balazos, proyectiles y granizo. A eso de la 1 de la noche cae un aguacero tremendo, haciendo imposible el ataque. Espartero da la orden de retirada. Si supiese del penoso estado de su enemigo tal vez no lo habría hecho, pero cree perdida la batalla.
Y entonces ocurre.
El héroe de la corneta
El general Oráa se dirige a su corneta y le pide que toque la señal de alto. Pero éste se equivoca, y en su lugar da la señal de ataque.
¿Qué deben pensar los soldados cristinos, bajo el frío, la lluvia inclemente y los balazos de los carlistas? ¿Que les enviaban al matadero? Probablemente.
Pero órdenes son órdenes. Así que en lugar de retirarse, que es lo suyo, cogen y se lanzan de nuevo colina arriba. Con un par. Mucho dicen de los cojones del caballo de Espartero (luego aclararé esto), pero los de sus hombres no tenían nada que envidiarle.
Oráa no puede creerse lo que está viendo. Desenvaina el sable y se dirige directo al corneta, pensando si cortarle la cabeza, atravesarle el corazón o dejarle eunuco para siempre. Pero Espartero le detiene. Contra todo pronóstico, la orden equivocada no ha sido un desastre, sino todo lo contrario.
¡Los carlistas no consiguen detener el ataque! Y es que, como decía antes, ya están extenuados y casi sin munición. En ese duelo de voluntades del que hablaba, los cristinos logran pasar la tirada de moral (gracias al toque de corneta), pero los carlistas no.
Tres horas después se toma el fuerte Banderas y los carlistas huyen en desbandada. Al amanecer del día de Navidad, Espartero hace su entrada triunfal en Bilbao, bajo el júbilo de sus valientes defensores.
Consecuencias de la batalla de Luchana
La caída de Bilbao bien podía haber significado la victoria del bando carlista en la guerra, pero tras este fracaso no volvió a levantar cabeza. Los cristinos, que tampoco están para muchos trotes, se limitaron a defender los territorios que controlan, y tres largos años después se firmaría la paz, que acabaría con don Carlos en el exilio.
Habría más guerras carlistas, claro, porque mientras tuviésemos motivos para pegarnos entre nosotros, no necesitamos nada más. Y así durante todo el siglo XIX, siendo en 1900 el último alzamiento carlista. Luego vendría la Guerra Civil, pero eso es otra historia (¿o no?).
Nada se sabe del corneta «heroico» al que se debe la victoria en Luchana, pero la batalla sí fue lo suficientemente sonada como para que se celebrase en varias ciudades. Por ejemplo, la calle y cine de Luchana, en Madrid, se deben a ella. Y a Espartero, por supuesto, le hicieron una estatua montando a caballo, cuyos atributos son bastante generosos (y de ahí el dicho de «tienes más cojones que el caballo de Espartero»).
P.D.: recomiendo encarecidamente el podcast de Memorias de un tambor número 41, en el que el inimitable Javier Veramendi cuenta con su maestría habitual esta batalla.