-Una patrulla.
-¿De cuántos hombres?
-Veinte.
-¿Soldados?
-Dieciséis civiles, cuatro soldados.
-¿Qué distancia?
-Quinientos pasos.
-¡Ah, bueno! Disponemos todavía del tiempo necesario para terminar con este pollo y beber un vaso de vino a vuestra salud, D’Artagnan.
-¡A vuestra salud! -repitieron Porthos y Aramis.
El asedio de La Rochela (o La Rochelle)
Supongo que no es necesario que indique de qué novela sale el fragmento de texto anterior. Pero si alguien no la ha leído se lo explico (y luego, que se haga un favor a sí mismo y se vaya corriendo a buscar un ejemplar).
El contexto no es otro que las llamadas guerras de religión que ocurrieron en Francia a comienzos del s. XVII. Una revuelta de los hugonotes (protestantes franceses) tras el regreso de la política pro-católica al reino con la llegada al trono de Luis XIII.
La cosa se puso seria, no fue una revuelta más. Porque intervinieron en ella potencias extranjeras más o menos interesadas, ya fuese en guerrear contra los franceses, ya fuese por motivos ideológicos o religiosos. Así, Inglaterra envió al duque de Buckingham al mando de un centenar de barcos y cerca de 6000 hombres. Mientras que España accedía a una alianza propuesta por el cardenal Richelieu, y envió una flota compuesta por casi 40 navíos al golfo de Morbihan, que llegó poco después de que se marchase Buckingham tras un infructuoso asalto, con lo que los españoles realmente no llegaron a participar.
Como veremos después, esto no fue sino un remake (con distinto final) de lo ocurrido en el mismo sitio 3 siglos antes. Pero no adelantemos (o atrasemos) acontecimientos…
¿Y qué pinta La Rochela en todo esto? Pues bien, ésta era la ciudad de referencia para los hugonotes; su capital, por así decirlo. De forma que, desde el punto de vista de Richelieu, tomando La Rochela (y haciendo lo necesario con sus líderes) se acababa el problema. Muerto el perro se acabó la rabia, como suele decirse.
Pero no iba a ser tarea fácil. La Rochela estaba bien defendida, con acceso al mar (que se acabó al llegar la flota española, eso sí), y suficiente artillería y soldados como para hacer que un intento de asalto fuese, si no imposible, sí demasiado costoso para las fuerzas de Richelieu, que al fin y al cabo se enfrentaba a una especie de guerra civil, y por tanto no se trataba de ganar nada, sino de minimizar las pérdidas.
Así que en agosto de 1627, las fuerzas reales, con el duque de Angulema al mando, iniciaron un largo y complicado asedio: construyendo primero trincheras, luego hasta 29 fortificaciones, y por último un dique sobre el que se colocaron piezas de artillería para disuadir a los ingleses de enviar más refuerzos (españoles, gracias, podéis volver a casa, nos vemos en Rocroi).
El baluarte de Saint Gervais
-¡A las armas! -gritó entonces Grimaud.
Los cuatro se levantaron de un salto y se precipitaron sobre sus mosquetes.
Se aproximaba esta vez un pequeño destacamento compuesto de veinte o veinticinco hombres; ya no formaban obreros entre ellos, sino que todos eran soldados de la guarnición.
-¿No sería mejor regresar al campamento? -sugirió Porthos-. Creo que el equilibrio entre ambas fuerzas nos perjudica visiblemente.
-¡Imposible, y ello por tres motivos! -replicó Athos-. El primero, porque todavía no hemos terminado nuestro desayuno; el segundo, porque quedan aún muchas cosas importantes por decidir; y el tercero, señores, es que faltan todavía diez minutos para que termine la hora prevista en la apuesta.
Pues sí, los mosqueteros más famosos de la historia se vieron metidos en este berenjenal, al menos en la ficción. Y protagonizan el que es mi capítulo favorito de la primera novela: El consejo de los mosqueteros.
La verdad es que he investigado al respecto del baluarte de Saint Gervais (en el que transcurre la acción) y no he encontrado nada. Desconozco, pues, si este baluarte realmente existió, y en caso afirmativo si existe aún (cosa que dudo). Pero la escena no tiene desperdicio.
Resumiendo, la cosa consiste en que los 4 amigos (y el pobre Grimaud, que se ve forzado a ir a punta de pistola por su amo) organizan un plan para hablar con libertad sin peligro de ser escuchados por los espías de Richelieu. Y no se les ocurre otra cosa que apostar con otros soldados que van a aguantar dicho baluarte durante una hora, es decir, el tiempo necesario para tomarse con tranquilidad un buen desayuno. Nada de leche y tostadas: botellas de vino espumoso, pollo asado, pan, chuletas… Lo que podríamos llamar un brunch de combate.
Y claro, durante esa hora se suceden las incursiones enemigas. La primera, como ya hemos visto, compuesta por poca soldadesca, pero la segunda ya un poco más seria, y la tercera realmente preocupante. No haré spoilers acerca del resultado (por otra parte evidente) ni de la forma en que les hacen frente, pues me parece mucho más significativa la respuesta de Athos ante cada una de ellas, cargada de chulería y bemoles.
-¿No oís? -exclamó de pronto Athos-. ¿Qué estará ocurriendo en la ciudad?
Los cuatro amigos escucharon el redoblar de tambores que les llegaba desde La Rochela.
-Ya veréis cómo ahora nos mandan un regimiento entero -aseguró Athos-. Están tocando a generala.
-Supongo que no pretenderéis que hagamos frente a todo un cuerpo de ejército -dijo Porthos.
-¿Por qué no? -contesto el mosquetero-. Me siento muy en forma y poco me habría importado habérmelas con todas las fuerzas sitiadas, si hubiéramos tenido antes el cuidado de traernos una docena más de botellas.
¡¡¡Una docena!!! [risas] Sencillamente genial.
Las consecuencias de la toma de La Rochela
Catorce meses después, La Rochela capitulaba tras una heroica pero inútil resistencia. La ciudad, que había sido de las más prósperas y pobladas de Francia, veía su población reducida a una quinta parte desde el inicio del asedio, fruto de los combates, la hambruna y las enfermedades.
Como consecuencia, se firmó la Paz de Alès, perdiendo los hugonotes prácticamente todos sus derechos, conservando tan sólo su libertad de culto. El país entero fue derivando a partir de entonces hacia el absolutismo monárquico, que todos sabemos cómo terminó.
Y en el mundo ficticio de Dumas, D’Artagnan consiguió al fin con esta acción su sueño de toda la vida: convertirse en mosquetero, pues al comienzo de la escena relatada aún pertenecía a la guardia, y como consecuencia de la hazaña es el propio Richelieu el que le dice a monsieur de Tréville que le incorpore en su cuerpo.
Pero ésta no fue la verdadera batalla de la Rochela, ocurrida tres siglos antes, concretamente a finales de junio de 1372.
Y aunque el lugar es el mismo, el escenario es muy distinto…
La batalla naval de La Rochela
Nos encontramos en la Guerra de los Cien Años, el conflicto con el que se suele dar por finalizada a la Edad Media y que involucró a casi todas las naciones europeas.
En el año en cuestión, La Rochela está en manos inglesas, siendo el principal acceso marítimo al ducado de Guyena, lo que les daba el control de una buena porción del mar Cantábrico y del sur de Francia.
El monarca francés, Carlos V, acaba de suscribir un acuerdo con el de Castilla, Enrique de Trastámara, y confiando en su poderosa flota, decide reanudar las hostilidades con la pérfida Albión para intentar recuperar los terrenos cedidos. Y la clave del sur es La Rochela.
Eduardo III de Inglaterra, consciente de la importancia de la plaza, rompe la hucha inglesa para formar una potente armada que sirva para defenderla, y la envía con su yerno al mando, Juan de Hastings, el conde de Pembroke.
Mientras, Enrique de Trastámara manda a la flota castellana, con un almirante mercenario al frente, el genovés Ambrosio Bocanegra (Ambrogio Boccanegra en italiano).
Aquí es donde empiezan a diferir las distintas versiones. No queda del todo claro cuál llegó primero, si la inglesa, que colocó sus naves tapando la entrada al puerto, o la castellana, que ya estaba bombardeando La Rochela y se tuvo que poner en fuga al llegar los ingleses.
Tampoco están muy claros los números, sobre todo porque, como siempre, según las antipatías o simpatías de los historiadores, se tienden a inflar o reducir los tamaños de los ejércitos; pero en general está bastante aceptado que la escuadra inglesa duplicaba a la castellana, tanto en barcos como en hombres. Podemos suponer sin temor a equivocarnos demasiado que los castellanos llevarían unos 20 barcos (galeras y unas pocas naos) tripulados por marinos vascos y cántabros, mientras que los ingleses serían 36 barcos, además de 14 transportes.
La huida de Bocanegra
Un coro de voces gallináceas inundó el aire. Los ingleses, agitando los brazos como si fueran gallinas, se burlaban así de los humillados castellanos, que obedecían a regañadientes las órdenes del almirante Bocanegra.
Todos lo miraban de refilón, el gesto serio y de evidente reproche, con la palabra «cobarde» pintada en los labios, pues una cosa es huir cuando pierdes, y otra muy distinta hacerlo por precaución, «sólo» porque los ingleses tienen ventaja numérica.
Así, tras un primer intercambio de golpes que casi se salda sin víctimas, la escuadra castellana huye mar adentro, dejando a los ingleses ocupar con seguridad la entrada al puerto. La cosa pinta mal.
Todos agachan la cabeza, tragándose el orgullo. Todos menos uno. Porque Bocanegra lo ha visto claro, cristalino. No es ningún cobarde, pero le da igual lo que piensen sus hombres. Sólo tiene que esperar al día siguiente.
Según sea la versión contada, o Bocanegra huyó cuando llegaba la flota inglesa, abrumado por su superioridad numérica, o bien realizó un intento de atacar a los barcos más cercanos al puerto intentando cortar la comunicación con la ciudad, ataque que se saldó con un par de barcos ingleses destruidos pero a costa de quedar en una posición táctica muy desfavorable.
El caso es que Bocanegra huyó. Tuvo que hacerlo, ni en el mejor de los casos podría derrotar a Pembroke. Al menos no de esa forma. Pero Bocanegra había visto de cerca los barcos enemigos, y había dado con la clave de lo que tenía que hacer.
La táctica de Bocanegra
Al amanecer del día siguiente, Bocanegra atacó.
De nuevo difieren las versiones, en algunas se cuenta que Bocanegra se aprovechó del barlovento para maniobrar mejor que los ingleses. En otras, las más aceptadas, los pesados navíos ingleses se veían atrapados por la bajamar, mientras que los castellanos atacaron con galeras artilladas, que al tener menor calado maniobraban sin dificultad.
En lo que sí coinciden todas las crónicas, y por tanto es indiscutible, es en lo que ocurrió entonces: los ingleses fueron completamente arrasados. Las galeras castellanas se dedicaban a jugar al tiro al pato, destruyendo a placer cuanto barco se les ponía por delante. Y los pocos navíos ingleses que lograban huir del cañoneo, eran interceptados por las naos castellanas, que una vez se enganchaban a sus presas, aprovechaban la mayor altura de sus cubiertas para lanzarles de todo a los ingleses.
La propia nave de Pembroke fue asaltada hasta por cuatro navíos, viéndose forzado a rendirse tras perder a la mayoría de sus caballeros.
El resultado final fue demoledor: todas las naves inglesas habían sido hundidas, quemadas o capturadas, mientras que los castellanos no perdieron ninguna nave y contaron escasas pérdidas humanas. 36-0 (50-0 si contamos los transportes).
Aunque la costumbre de la época era no mostrar piedad con los vencidos, Bocanegra fue clemente y no acabó con los prisioneros, llevándolos a Santander, eso sí, capturados con una soga al cuello, y sospecho que con algún moratón extra, junto con las mercancías requisadas. Ya no se oían coros gallináceos.
Cabe destacar que de camino a Santander capturaron 4 nuevas naves inglesas (extra bonus), que no se habían enterado de quién mandaba en el Cantábrico desde entonces.
Consecuencias de la batalla
Los franceses tenían a tiro La Rochela, que ya no podría recibir refuerzos ingleses y, lo que es peor, se vería acosada también por la escuadra castellana desde el mar. Así que fue cuestión de tiempo (concretamente dos meses desde la batalla) que la ciudad pasase a manos francesas.
Castilla hizo fortuna tanto con el botín requisado como con las recompensas por los caballeros ingleses supervivientes. El rey Enrique II recompensó a Bocanegra con el señorío de la villa de Linares, y por supuesto se vio reforzado en su puesto de almirante de la flota castellana, aún le quedaría alguna que otra batalla por delante. Probablemente nadie volvió a llamarle cobarde.
Además, el dominio del Atlántico fue a partir de entonces castellano de forma indiscutible, lo que abrió el Canal de la Mancha al comercio con Flandes, y llevó a posteriores ataques y saqueos, tanto de mercantes ingleses, como de poblaciones costeras, como Plymouth, Dover, Portsmouth, o la mismísima Londres.
La flota inglesa tardaría en reconstruirse, aunque tuvo su revancha al enfrentarse a la Grande y Felicísima Armada de Felipe II (me niego a utilizar el término inglés) dos siglos después, pero eso ya es otra historia.
Más batallas de La Rochela
Lamentablemente para esta hermosa localización, a lo largo de su historia ha sido testigo de muchos más enfrentamientos que los aquí relatados. En 1224 ya hubo un asedio de franceses contra ingleses. En 1419 la flota castellana vuelve a enfrentarse, esta vez, a un destacamento anglo-hanseático. En 1573, el duque de Anjou asedia la ciudad por pertenecer a los hugonotes… Y durante la Segunda Guerra Mundial, fue la última ciudad en ser liberada por las tropas aliadas, pues en ella los nazis tenían una base de submarinos.
Es por ello que, aunque aquí hemos contado los dos hechos históricos más relevantes, no dudo en calificar a esta ciudad como una «ciudad sitiada», y de ahí el título de este artículo.
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