Balcaldur es un guerrero íbero. Aunque la batalla aún no ha comenzado, perlas de sudor cubren su frente: el calor de agosto en combinación con el clima húmedo resulta agobiante incluso para un soldado curtido como él.
También tienen algo que ver los casi 90.000 romanos que avanzan en formación. El suelo tiembla con sus pisadas acompasadas. No es que le tenga miedo a la muerte, hace ya muchas batallas que lo perdió, pero es inevitable estremecerse cuando ves a semejante marea humana avanzar hacia ti.
Él figura en primera línea de la unidad más veterana de su ejército. El resto permanece en pie por detrás de él, pues el general ha decidido que la mejor formación no es una línea recta, como podría esperarse, sino una punta de flecha. Así que Balcaldur y sus compañeros tendrán que vérselas con el grueso de la formación romana los primeros, sí o sí, y aguantar o, más probablemente, retroceder a la espera de que el resto de tropas entre en contacto con el enemigo.
Parece una locura. ES una locura. Lo más sensato sería arrojar las armas y echar a correr, en dirección opuesta, lo más rápido y lejos que le permitan sus piernas.
Eso sería lo más sensato.
Pero Balcaldur sabe, porque ya lo ha visto antes, que para el general hay un motivo. Si ha dispuesto así a las tropas es porque cree firmemente que es la forma de volver a conseguir la victoria. Como siempre.
Mira hacia atrás y ahí está, justo detrás de su unidad, a sólo unos pocos metros. Demostrando que no le tiene miedo a esa masa de romanos, y que está dispuesto a morir con sus hombres. El mayor general de todos los tiempos, a la altura del gran Alejandro.
Aníbal.
Contexto: la segunda guerra púnica
Nos encontramos en el año 216 a.C. Roma dista mucho de ser el gran imperio que todos tenemos en mente. Aunque ya tiene controlada toda la península itálica y parte de la costa mediterránea, y un poder militar creciente, aún no tiene la hegemonía que llegará a tener con el paso de los siglos. Su gran rival es otra ciudad con un potencial mucho mayor: Cartago.
Después de la primera guerra púnica, que ganó Roma, y por la que se hizo con el control de Sicilia, siguió un periodo de tensa paz entre ambas potencias. Cartago expandió su imperio colonial en la península ibérica. Por su parte, Roma libró las guerras ilíricas, lo que le valió para ampliar su territorio y controlar el mar Adriático, y posteriormente se centró en Hispania (como llamaron a la península ibérica) para frenar la expansión cartaginesa.
Era cuestión de tiempo que la cuerda se volviese a romper por la tensión. Así, Aníbal conquistó Sagunto, comenzando con la segunda guerra púnica. Consciente de que la única forma de vencer a Roma era hacerle la guerra en su propio territorio y evitar un enfrentamiento prolongado, cruzó con su enorme ejército los Alpes en una maniobra tan insólita como audaz, entró en la península itálica por el norte, y destrozó a los romanos allí donde se los encontraba.
Sin suficientes refuerzos ni maquinaria bélica como para asediar o tomar al asalto Roma, su estrategia pasó por intentar privar a la República de todos sus aliados y forzar una rendición.
Pese a las tácticas de desgaste que llevó a cabo Quinto Fabio Máximo, nombrado dictador por el asustadísimo senado romano para hacer frente a la amenaza cartaginesa, Aníbal continuó arrasando la península sin oposición.
En el año 216 a.C. ha perdido ya todos sus elefantes y una buena parte de sus hombres, y sin embargo, acaba de tomar Cannas, haciéndose con un gran depósito de suministros y cortando la principal fuente de los romanos. Está a sólo un paso de destruir Roma por completo.
Los romanos deciden echar toda la carne en el asador, y envían a los cónsules Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón, que se alternarán al mando del mayor ejército reunido en la historia de la República: 8 legiones, formada por algo menos de 90.000 hombres. Si Aníbal no puede ser vencido con astucia, entonces que caiga bajo el peso de la incuestionable superioridad numérica.
En el amanecer del 2 de agosto, ambos ejércitos están frente a frente. Y el destino de Roma y Cartago, y por ende del Mediterráneo, está en juego.
Despliegue inicial en Cannas
Aníbal provoca a los romanos, cruzando el río Aufidus y dejándolo a su retaguardia, lo que hace imposible cualquier tipo de huida. Hoy está al mando Varrón, mucho más impetuoso que Emilio Paulo, así que no duda en formar delante del ejército cartaginés, y cayendo en el primer ardid de Aníbal: el viento del este llevará todo el polvo que generarán 120.000 hombres y caballos pisoteando el campo de batalla hacia las tropas romanas, que además estarán mirando directamente hacia el sol de la mañana.
Los romanos siguen su esquema habitual, con la infantería en el medio y la caballería en las alas. La infantería en varias filas: delante los soldados más jóvenes, que deben desgastar al enemigo y ganarán experiencia si sobreviven; detrás las tropas con más experiencia, y al final del todo los veteranos, menos ágiles que el resto, pero cuya entrada en combate resultará decisiva.
Su intención es clara: romper el centro de la formación cartaginesa, como ya había ocurrido en la batalla del Trebia, y para ello compactan aún más de lo habitual a los manípulos, ganando en masa y coherencia pero perdiendo en flexibilidad de movimientos.
Además, Varrón destina a parte de sus tropas a atacar la fortaleza de Cannas, para evitar que Aníbal tenga un lugar donde refugiarse cuando pierda (si pierde) la batalla.
Aníbal es plenamente consciente de que no puede seguir el mismo esquema. Además, su ejército es mucho más heterogéneo: su infantería se compone principalmente de libios bien equipados, junto a hispanos, galos, y hostigadores baleares; su caballería se compone de los temidos númidas, junto a jinetes con el mismo origen que la infantería.
Decide formar una línea con todas sus tropas, con la caballería en las alas: los jinetes hispanos y galos en el ala izquierda, y los númidas (menos numerosos pero más letales) en la derecha. El centro, compuesto por una mezcla de hispanos y galos (siendo los primeros más disciplinados) ligeramente adelantado, como formando una punta de flecha, y con las tropas de élite libias en los extremos. La línea sin refuerzos era inevitable: su manifiesta inferioridad numérica no le permitía otra formación, pues de lo contrario acabaría por verse rodeado por la masa de romanos.
Pero por muy disciplinados que fuesen los hispanos, jamás podrían derrotar a la masa de legionarios que se les venía encima. Colocarlos ahí era como firmar su sentencia de muerte. ¿Por qué colocarlos ahí?
La trampa de Aníbal
Aníbal no tiene ninguna intención de que su centro aguante la embestida romana. Al menos no al principio.
En los primeros compases de la batalla, el centro de la línea cartaginesa aguanta a duras penas la embestida romana, retrocediendo poco a poco de forma ordenada, de forma que el resto de la línea se va uniendo al combate poco a poco, según el imparable avance de los legionarios se va acercando. Como si de una enorme red recogiendo un banco de peces se tratase.
Mientras, en los flancos, se da un terrible choque entre los regimientos de caballería romano y cartaginés. Los númidas, en inferioridad frente a la caballería de Varrón, aguantan la embestida, pero en el flanco izquierdo la caballería combinada de hispanos y galos arrasa a la de Emilio Paluo, que se ve forzado a integrarse en el grueso de la infantería.
Esto es clave, pues con parte de este regimiento de caballería se empieza a hostigar el costado del compacto bloque romano, mientras el resto acude a ayudar a los númidas, ganando así también el flanco derecho.
La línea cartaginesa ya está completamente integrada en la batalla, formando una media luna, y con los libios de los extremos en combate. Es el momento clave, Aníbal da la orden: aguantar o morir. Los romanos ven detenido su avance y se ven bloqueados, cada vez más juntas sus ya de por sí apretadas líneas: no pueden avanzar, porque los cartagineses aguantan su avance; no pueden expandirse, porque los libios y la caballería cartaginesa aprietan cada vez más los flancos.
Han caído en la trampa.
Poco a poco, la red se va cerrando sobre el banco de peces. Los romanos se ven comprimidos, sin escapatoria, sin margen de maniobra. Incapaces de moverse con soltura, no pueden cubrirse con sus escudos, no pueden manejar sus armas. Y no pueden retroceder, pues en la retaguardia, la caballería enemiga causa estragos.
Cunde el pánico. Los romanos caen a cientos bajo las inmisericordes falcatas íberas. Los experimentados libios se dan un festín de muerte. La superioridad numérica ha pasado a convertirse en un inconveniente más que en una ventaja.
Tan sólo un grupo de romanos veteranos es capaz de organizarse bajo el liderazgo de algún mando intermedio que ha visto a tiempo la debacle que se avecina, y logran abrir una brecha por la que pueden huir de la masacre. Entre ellos (puede que al frente) figura un joven Publio Cornelio Escipión, que algún día le dará a Roma la oportunidad de vengar toda la sangre vertida.
En la fortaleza de Cannas, los romanos tampoco han salido airosos: un grupo de galos, destinados allí por Aníbal, rechaza las tropas que Varrón envió para tomar la fortaleza. La guinda del pastel.
Cuando el polvo se asienta y los gritos cesan, un mar de cadáveres y sangre inunda el campo de batalla. Emilio Paulo ha caído, y con él entre 60.000 y 70.000 romanos. El ejército de Aníbal tan sólo tiene 16.000 bajas. La victoria es casi completa.
Después de Cannas
Roma está derrotada, y lo que es peor, desmoralizada. A los supervivientes de la matanza de Cannas se les agrupa en dos legiones que se envían a Sicilia como castigo. Y mientras, se realizan sacrificios humanos para aplacar la cólera de los dioses.
Y sin embargo, pese a la victoria, Aníbal no puede asestar el golpe final a la bestia herida. Todavía no. Carece de los suficientes refuerzos y suministros como para realizar un largo asedio, y de la maquinaria para tomar Roma al asalto. Tiene que tomarse un tiempo para recuperar a sus numerosos heridos y rehacerse de sus propias bajas, que también han sido cuantiosas. Y desde el Senado cartaginés no le envían los refuerzos que necesita.
Roma aún puede pedir refuerzos, puede traer de vuelta a sus tropas en la Galia, en Hispania o en Córcega. Y si fracasa en el asedio, el daño moral habrá desaparecido.
El Senado romano rechaza negociar una rendición, dando muestras de entereza. Así que Aníbal se ve forzado a continuar con su estrategia de desgaste sobre los aliados de Roma, mientras sigue pidiendo refuerzos a Cartago.
Contra todo pronóstico, con el tiempo Roma logrará darle la vuelta a la tortilla, llevando la guerra a territorio cartaginés, obligando a Aníbal a volver con su ejército, y decidiendo el destino de la guerra en una nueva batalla campal. Pero eso ya es otra historia.
Balcaldur está exhausto. Su falcata íbera chorrea sangre romana.
Ha perdido muchos amigos y compañeros, su unidad ha sido de las más castigadas, como era de esperar al comienzo de aquella jornada sangrienta. Pero una vez más han triunfado.
Busca con la mirada a su general, y cuando comienza a gritar, miles de hombres se unen con júbilo a la proclamación.
¡Aníbal! ¡Aníbal! ¡Aníbal! ¡Aníbal! ¡Aníbal!
Referencias
Como principal referencia, tengo que señalar la magnífica novela Africanus, de Santiago Posteguillo. Tengo entendido que su trilogía dedicada a Escipión será llevada a la pantalla, aunque no sé cuándo, y en cualquier caso dudo que llegue a la altura de las novelas. Más que recomendable.
Recomiendo también un videojuego, Rome Total War II, que además de ser todo un clásico ya de los juegos de estrategia, incluye un catálogo de batallas históricas (previo pago), entre las que se incluye Cannas. Espectacular.
Curiosamente no he encontrado ninguna serie o película que esté a la altura de las circunstancias, así que no añadiré más recomendaciones. Habrá que ver si finalmente se llevan a la pantalla las novelas de Posteguillo, y si la adaptación merece la pena.
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