Flavio Aecio es el último romano. Él no lo sabe, pero pasará a la Historia como tal.
Cuando digo «romano» lo digo en toda la extensión de su significado. Orgulloso, militar, heredero de un imperio que ha cambiado el mundo para siempre.
Un imperio que se cae a pedazos, como todos tarde o temprano. Que se descompone para transformarse en… otra cosa. El Imperio Romano de Occidente, que se ha visto obligado a contratar y absorber a los pueblos bárbaros germánicos, los mismos que han saqueado la sagrada Roma, algo que parecía imposible hace no tanto tiempo.
Aecio se enfrenta, esto sí lo sabe bien, a la batalla que puede significar el final del Imperio por el que lucha. Frente a él están las tropas del todopoderoso Atila. El invencible Atila. Que ha acudido a la Galia romana junto a sus hunos y varios refuerzos de pueblos subyugados o aliados: ostrogodos, principalmente, pero también gépidos, hérulos, escitas…
El orgulloso general romano observa a sus tropas. Divididas, desconfiadas. Los traicioneros alanos, y sus enemigos de siempre, los visigodos. No es el mejor de los escenarios, desde luego. Pero es lo que queda del Imperio Romano para hacerle frente a Atila. Es lo que tiene. Tendrá que servir.
Se pone su casco. No lo hace para protegerse, sino para que sus hombres no puedan ver la duda que muestra su rostro. La clave de la batalla va a ser la unidad: juntos, tienen una oportunidad, pero si se separan estarán perdidos. Así que no puede haber el menor margen para la duda.
Atila ha formado sus tropas. Se lanza al ataque. Su estandarte está en el centro, malas noticias. Pero ya es tarde para replanificar la estrategia. Flavio Aecio desenvaina su espada y espolea a su caballo. ¡Por Roma!
El último romano… de occidente
En realidad, el conocido como «último romano» será Belisario, del Imperio Romano de Oriente. Pero de ése ya hablaré en otra ocasión.
Si hablamos del Imperio Romano de Occidente, la realidad es que a mediados del siglo V está hecho unos zorros. Roma convive, por decirlo de alguna manera, con varios reinos bárbaros que se han asentado en sus territorios. Suevos, vándalos, alanos, francos… En el sur de la Galia, el reino visigodo de Tolosa ya es una realidad. Los visigodos son los que, bajo el mando de Alarico, han saqueado Roma en el 410. La eterna Roma, la invencible Roma. No fue un saqueo demasiado salvaje, después de todo fue consecuencia de las desavenencias en una complicada relación entre Roma y los pueblos germánicos, que empezó cuando, empujados por los hunos, penetraron en el Imperio, lo derrotaron en Adrianápolis, y firmaron la paz ocupando la Tracia, convirtiéndose desde entonces en una especia de policía de fronteras para los romanos. Enemigos ocasionales y aliados forzosos el resto del tiempo, los visigodos continuaron su peregrinar hacia el oeste y se asentaron en la Galia.
Sin embargo, aún hay zonas controladas directamente por Roma. Todavía hay generales que recuerdan, de alguna forma, a los grandes nombres del pasado. Flavio Aecio es un magister militum, el equivalente a un mariscal de campo. Se lo ha ganado a pulso. En su juventud fue rehén de los propios hunos, aprendiendo sus costumbres y tácticas militares. Posteriormente pudo lucirse en diversos escenarios, como la batalla de Mons Colubrarios. Frenó a los visigodos, que se habrían apropiado de toda la Galia; derrotó a los burgundios en Saboya y fue protector de Italia.
Flavio Aecio es, sin lugar a dudas, el único que tiene alguna posibilidad de frenar al imparable Atila. Se ha dedicado a buscar a todo guerrero disponible. Porque el rey de los hunos sólo quiere conquistarlo todo. En el 451, ambas fuerzas se verán las caras.
La batalla de los Campos Cataláunicos
Atila no viene sólo con sus hunos. Su ejército también se compone de una amalgama de fuerzas. Así, ostrogodos y gépidos completan sus tropas.
El campo escogido, en la Champaña, es el idóneo para la caballería de arqueros de Atila. ¿Por qué no se retira Aecio buscando un lugar mejor? Tal vez para llevar la iniciativa, de hecho los primeros movimientos son suyos, ocupando una colina con sus romanos en el ala izquierda, mientras los visigodos de Teodorico hacen lo propio en el derecho. O tal vez Aecio sabe que Atila no tiene ninguna intención de combatir, realmente, pues su estrategia se basaba en el terror que inspiraba y en la flaqueza de la cuestionable alianza entre sus enemigos. Sea como fuere, tras los primeros movimientos, Atila ya no puede echarse atrás.
Así que va hacia adelante. Y va con todo: con sus hunos por el centro, a por los alanos. Éstos son el eslabón más débil de la cadena, los menos fieles y los que más tienen que perder. De hecho Sangibano, rey de los alanos, ha estado apunto de entregar Orleans a Atila, y si no lo ha hecho ha sido por la noticia de la llegada de Aecio y Teodorico. Si son derrotados, el rey de los hunos no tendrá piedad. Atila sabe que si los derrota tendrá divididas las fuerzas de sus enemigos, así que lanza lo mejor que tiene por el centro.
En el ala derecha, los visigodos se enfrentan a sus primos ostrogodos. Y en el ala izquierda, Aecio hace lo propio contra los gépidos. En realidad no hay grandes sorpresas: en una posición superior, los visigodos rechazan una tras otra embestida de los ostrogodos, los romanos aguantan sin problemas, pero los alanos se llevan la peor parte. Y entonces ocurre: Teodorico cae muerto.
Todo parece perdido. Si los visigodos se retiran tras perder a su líder, los alanos, que están a punto de romper su resistencia, harán lo propio. Atila tiene la victoria al alcance de la mano.
Pero entonces surge un nuevo líder: Turismundo, hijo de Teodorico, es nombrado rey en mitad del combate. Muy épico todo. Y ordena contraatacar, ocasionando un gran daño a los ostrogodos. Al tiempo, milagrosamente, los alanos han mantenido la compostura; mantienen la línea y aguantan a los hunos.
Atila, que está combatiendo en el centro, sabe cuándo cambian las tornas. Los visigodos van a avanzar por su izquierda y los romanos están dando una paliza a los gépidos, con lo que enseguida comenzarán a avanzar por su derecha. Si lo hacen acabará rodeado, lo peor que le puede pasar a su caballería de arqueros. ¿Teme por su vida? Tal vez, ¿por qué no? Que hasta la fecha haya sido invencible no significa que sea un inconsciente. Ordena la retirada.
¿Roma victis?
Al día siguiente de la batalla, Flavio Aecio no ordena atacar el campamento de Atila, que sería lo lógico porque no siempre va a tener a tiro al poderoso rey de los hunos tras una derrota. ¿Y por qué no lo hace?
Los motivos no están claros. Puede que sea porque no ha sido una victoria total, ya que los «aliados» han tenido muchísimas bajas. O tal vez por la frágil cohesión de la alianza: los alanos sin lugar a dudas se van a negar a atacar, y los visigodos, envalentonados tras su hazaña, puede que decidan tomar el mando. O incluso puede que a Flavio Aecio no le interesase la destrucción total de los hunos, que siendo un contrapeso importante en la balanza de poderes, han obligado a esa extraña pero fructífera alianza entre romanos y visigodos, a los que es mejor tener como aliados ocasionales que como enemigos.
El caso es que Atila se retira. Podemos considerarlo un empate táctico, aunque sin duda los supervivientes aliados ven el hecho de sobrevivir como una victoria.
Consecuencias
La batalla de los Campos Cataláunicos fue decisiva, sin lugar a dudas. Nadie sabe qué habría pasado si Atila hubiese triunfado, pero probablemente habría conquistado toda la Galia, ¿y quién sabe si también Hispania? Con todo el occidente en su poder, su invasión de Italia habría sido más sencilla, y todo el legado romano se habría perdido, probablemente, en el olvido de la Historia.
Tal vez los grandes vencedores fueron los visigodos, que pudieron reforzar su reino. Aunque en el futuro perderán parte de estos territorios a manos de los francos, el reino visigodo mantendrá toda la Narbonensis hasta el final de sus días (cuando sean aniquilados por los árabes, como comenté aquí), de hecho tendrán su capital en Narbona hasta que se consolide el reino de Toledo.
Flavio Aecio, el último orgulloso general romano, será víctima de la propia enfermedad que está terminando con el Imperio: la envidia, la codicia y las disensiones internas. Tras la muerte de Atila (o sea, cuando Aecio ya no sea imprescindible para la supervivencia de Roma), el emperador Valentiniano III, celoso de su popularidad, le mandará llamar a su presencia y le asesinará por la espalda, a traición, a lo cobarde. Un año después, dos oficiales de Aecio harán lo propio con el traicionero emperador.
Y Atila se retiró, pero no se dio por vencido. Lo cierto es que no había suficientes fuerzas para defender Roma, y que Aecio aún permanecería ocupado en el occidente ocupado en mantener a ralla a sus «aliados» visigodos. Este triple equilibrio de poderes era justo lo que necesitaba, así que marchó hacia Roma. Sin embargo, ocurrió entonces uno de esos misterios de la Historia que no tienen explicación. Estando a las puertas de la ciudad, el papa León I acudió al campamento de Atila; al día siguiente, Atila se retiró con todo su ejército. Y un año después murió por una hemorragia nasal.
P.D.: si quieres saber más, no te pierdas este artículo de Desperta Ferro. Excepcional.